A raíz de la última restauración
hecha en la Cámara Santa de Oviedo, parece ser que ha salido a la luz la
diferencia de material empleado en las pétreas pupilas de los Apóstoles. En
principio todas se habían realizado con un estuco brillante con base de
azabache a excepción de los ojos de santo Tomás. Este Apóstol presenta una
diferencia “genética”; sus ojos son de zafiro azul.
O eso adelanta la prensa, entre
otros reclamos, ante su próxima reapertura al público.
Un dato que la misma crónica
relaciona con el carácter incrédulo del santo y que a mí me parece cuanto menos
curioso.
¡Pobre Tomás! quedó para la
historia, la sagrada al menos, como un incrédulo, cuando en realidad buscaba la
demostración científica. No supo nunca que su nombre ya lo condenaba de
antemano a la incredulidad. Tomás Dídymos, su nombre en griego implica idea de
dualidad, por tanto de duda. Jesús a sus Apóstoles no parece que les haya
dejado mucha libertad de elección si atendemos a las etimologías del arameo.
Tuvo que tocar las llagas para
reconocer a Cristo, cosa que nunca entendí por otra parte, y la Virgen tirarle
el ceñidor para convencerle de su puesta en escena para la ascensión a los
cielos, cosa que tampoco suena muy bien, la verdad.
La cosa es que no se cómo mostrar
escepticismo con estos vulgares ojos marrones pero así estoy, esperando para
volver a ver esa nueva Cámara que anuncian como luminosa y de aspecto marmóreo
recuperada después de tanta historia ante sus doce o trece pares de ojos.
Si la piedra tallada tuviera un
mínimo vestigio de vida, todos los ojos, de todas las tallas, relieves,
esculturas, y manifestaciones de la figura humana tendrían ojos azules de
incredulidad.